Seis de octubre. Hoy no he podido enseñar porque la mayoría de mis alumnos hicieron huelga. Únicamente vinieron – y no todos - los de 1º y 2º de la ESO. Apenas 150 de un total de 1300. Han acudido a clase, me temo, porque sus padres no se fían de dejarlos solos durante toda la mañana. Además, estaba prevista una salida gratuita para asistir a un recital de rap sobre poemas de Lorca y esa juerga mola mucho. Demasiado como para cambiar la jota por una hache. Así que hemos tenido tranquilidad y vacío en las aulas. Calma total.
La consecuencia es que he dispuesto de seis horas para afrontar la parte más ingrata de mi trabajo: introducir en el programa Séneca los resultados de las evaluaciones iniciales y mi nuevo horario, confeccionar (recortar y pegar) las orlas con las fotografías de mis grupos, resumir en un solo documento los informes individualizados que nos envían de los colegios, enviar por correo las notificaciones de expulsión y varios partes disciplinarios, consultar los expedientes académicos del año pasado, elaborar una lista de alumnos con asignaturas pendientes, preparar la sesión de la Evaluación Inicial de mi tutoría…
También atendí de manera forzosa a una madre concienciada que, cuando a salí a fumar… ¡zas!, me abordó en la calle para quejarse de que ningún profesor estaba dispuesto a llevar a su niño a la actividad cultural extraordinaria, extraescolar y rapera. Imaginen sus argumentos y supongan los míos…
Huyendo, me refugié en la Sala de Profesores y participé en alguno de los corrillos que comentaban la huelga. Me resultaron ajenos los sermones a favor y sonreí con alguna diatriba especialmente maliciosa. Desencantado, me excluí de discusiones bizantinas y, no sé cómo, conseguí ocupar uno de los cuatro ordenadores que compartimos 102 compañeros. Eché un vistazo a la prensa, contesté un par de mensajes en el blog y, despreocupadamente, visité la página del Sindicato de Estudiantes*. Sí, sí, exactamente ése; el que convoca las huelgas. ¡Y me alegraron el día!
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